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Poesía apócrifa

Álvaro Miranda hace parte de La generación sin nombre. Nació en Santa Marta en 1945. Ha publicado, entre otras, Indiada (1982), El libro blanco de los muertos (2017) y la novela La risa del cuervo (1983), premiada en Argentina y Colombia. Recibió el Premio Nacional de Poesía Universidad de Antioquia en 1982.

Diego Armando Peña
27 de junio de 2020 - 08:24 p. m.
Una imagen del poeta colombiano Álvaro Miranda, autor de "Indiada" (1982), "El libro blanco de los muertos" (2017) y la novela "La risa del cuervo" (1983).
Una imagen del poeta colombiano Álvaro Miranda, autor de "Indiada" (1982), "El libro blanco de los muertos" (2017) y la novela "La risa del cuervo" (1983).
Foto: Archivo Particular

¿Cómo fue que se acercó a la lectura, a la escritura, a la literatura?

Son tantas cosas. Eso de tener una familia lectora, en el caso mío, ayudó. Mi papá, que era abogado, leía mucho. En la casa siempre había una biblioteca a la que uno tenía que acercarse necesariamente. También recuerdo que mi mamá me leía, desde los seis años, la historia sagrada. Un libro que no era la biblia, sino cuentos alrededor de ella. Yo no los veía religiosamente, los veía literariamente. Claro, sin saber qué era la literatura.

¿Las veía como una ficción?

Sí, sin saber qué era eso, me entusiasmé por el relato. Cuando llegamos a Bogotá, yo tenía ocho años y vivíamos en el barrio Santa Teresita. Yo tenía que ir al instituto del Carmen que quedaba más al norte y pasaba por una carrera, tal vez la 17. Allí había una librería de Carvajal. En la vitrina, me llamaba la atención un librito que tenía dos niños: Tom Sawyer. Lo compré con el dinero de las onces.

¿Qué le encantó de esa novela?

Me fascinó esa historia del bandido que iba a matar a Tom Sawyer porque había visto el crimen. Después, mi papá me dio Las aventuras de Gengis Kan. Me impresionaron esas montadas a caballo, pues el hombre cogía la carne de res y como no tenían tiempo de cocinarla la metía debajo de la silla de montar para que se cocinara.

¿Cómo era esa convivencia entre escritores jóvenes en la secundaria?

Cuando entro a estudiar bachillerato, en el Gimnasio Boyacá, me encuentro con Luis Fayad y con José Luis Díaz-Granados. Nos íbamos para un rincón a fumar y hablar de literatura. Ahí comenzamos: Luis Fayad tenía unos poemas, José Luis iba a recitar un poema a la madre en la iglesia de Santa Teresita y yo declamaba a Jorge Artel y a Candelario Obeso. Me fascinaba “Canción der boga ausente”. Voy a hacer poesía, dije, y me puse a escribir según el estilo de Santa Teresa de Jesús. Mi papá se reía de mí, lo que me causaba rabia. A los 17 años encontré un poema de Manuel Scorza, el peruano. Quedé fascinado. Cuando terminé bachillerato, empecé a estudiar Derecho en la Universidad Externado de Colombia que estaba donde comenzó la Universidad Central: barrio Santa Fé, carrera 16 con 24. Hice una copia del poema de Scorza, averigüé qué era el surrealismo, leí la poesía de André Breton y encontré textos de Álvaro Mutis. Fue el momento de hallar la voz, yo me puedo ir por este lado o por el otro. Un día, me dice Álvaro Burgos: “¿no tienes poemas? Es que María Mercedes Carranza me está pidiendo unos para publicarlos en El Siglo”, en una página que se llamaba Vanguardia. Finalmente, le quitaron la página a María Mercedes, pero ahí salió mi primer poema.

¿Disfrutaba las clases de Derecho? ¿Cuándo se encaminó hacia la literatura?

Ni Cobo ni yo íbamos a clase. No aguantaba el derecho civil. Me dormía. Cobo menos. Nos poníamos a discutir sobre libros. Estamos hablando del año 1965. Ahí, comenzamos a leer y a leer. Un día él me dice: “Invité a unos amigos. Vamos a tomar unas fotografías. Van a ser publicadas por una revista de la ESSO. ¿Quiere ir a mi casa el sábado a las diez de la mañana?”. Cobo vivía en la calle 93 y yo en Palermo. Me monto en el bus y veo a José Luis Díaz-Granados. Cuando llegamos, estaban unas personas que yo no conocía: Henry Luque Muñoz, Augusto Pinilla, Darío Jaramillo Agudelo y David Bonells Rovira. Mientras bebíamos vino, nos tomamos la foto en el patio. Eso dio origen a lo que se llamó La generación sin nombre. Ahí, ya estábamos metidos en el cuento.

¿Se identifica dentro de La generación sin nombre?

Yo nunca he renegado de eso. He visto que, finalmente, todas las generaciones lo usan como una necesidad de reconocimiento. Había una tradición en Colombia de que todo mundo tenía que pertenecer a un grupo. Con un grupo uno decía: “Ya estoy en la historia de la literatura colombiana”. Ejemplos de ello es Mito y Piedra y Cielo. Uno se sentía atraído por esa vaina. Publicamos mucho. Uno se emocionaba al verse en letras de molde. Las tías y los primos decían: “Oiga, lo vi en El Espectador”. Como ya había dejado el Derecho, creían que era un irresponsable. Les impresionaba verme en los periódicos.

¿Ya su padre no se burlaba de lo que usted escribía?

El conflicto con el padre era edípico. Mi papá leía bastante historia. En ese sentido, tenía con él cierta rivalidad intelectual. Me decía: “¿Literatura? ¿Eso para qué sirve? Escriba historia”. Me doy cuenta que mi obra es la combinación entre los cuentos sagrados que me leía mi mamá y la historia de mi papá.

¿Qué es la historia dentro de su obra?

Para mí la historia es apócrifa. No la quiero ver como cierta, quiero hacer lo que a mí me dé la gana con los personajes. En la Risa del cuervo pongo a José Félix Ribas a correr por el llano de Venezuela con la cabeza cortada. Germán Arciniegas escribe una columna en El Tiempo sobre la novela. Un día, a las diez de la mañana, me llama José Luis y me cuenta: “Álvaro, ¿vio lo que publicó Germán Arciniegas? Se llama La risa del cuervo”. Me tiré por las escaleras a buscar el periódico. Un comentario de alabanza a la novela. Decía que en la guerra de independencia sale José Félix Ribas a combatir… pero en la novela de Miranda sale con la cabeza cortada y metido en un caldero, donde lo asan con coroncoro y plátanos. Después, afirma que esta es la mejor novela que se ha escrito sobre la época, echándole vainas a García Márquez que recién publicaba El general en su laberinto. Para mí Germán Arciniegas fue más narrador que historiador. Uno lee Biografía del Caribe y se da cuenta de que es un libro de historia novelada. Yo creo que cuando este señor lee La risa del cuervo se identifica con algo que él había querido hacer, pero que el respeto a la historia no lo dejaba. Mi papá había muerto; me hubiese gustado que leyera la columna de Germán Arciniegas. Lo admiraba mucho.

En su obra, uno nota que hay una sola voz. ¿Qué piensa al respecto?

Me impresionó mucho una cosa que dijo Darío Jaramillo: “Miranda no era un poeta que había evolucionado, si no que había nacido maduro”. Mi poesía, desde un principio, decía lo que tenía que decir. No tengo un libro dispar hacia atrás, un libro que se diga este es muy primario. La voz de Manuel Scorza, de pronto, me llevó a ubicarme en el sitio que era. Además, me lanzó a Huidobro, a Girondo, a Breton y a la generación del 27. En poco tiempo logré olfatear donde era, entonces empieza uno a trabajar en serio. En mis poemarios existen ya muchos elementos de la novela. Eso le confirma a uno que el autor no es más que de un tema.

¿Por qué pasó de la poesía a la narrativa?

Por una situación accidental y de amor. Yo me había ido para Buenos Aires enamorado de una argentina. Allá, empecé a buscar empleo, pues mis ahorros no duraron ni tres meses. Esta amiga, al tercer día de haber llegado, me dice: “¿Por qué no escribís una novela y concursas?”. Yo nunca había escrito narrativa, pero ella insistió e insistió hasta que compramos una resma de papel. Ella se fue para la lejana casa de la mamá. Yo estaba en un quinto piso, con el apartamento lleno de libros. Cobo había terminado de trabajar con Colcultura y lo nombraron como agregado cultural de la embajada. Él no tenía donde llegar y yo ya estaba en Buenos Aires, entonces me dijo: “Miranda, voy a llevarme todos estos libros, pero no tengo aún apartamento. ¿Puedes recibirlos en el tuyo?”. Yo pensé que eran cuatro cajas; eran como doscientas cajas de Colcultura. Uno de los libros era de Tomas Cipriano de Mosquera sobre el ingenio militar de Bolívar. Leyéndolo, encontré información sobre José Félix Ribas. Miré las bases del concurso e indicaban que la entrega vencía en cinco días. No era novelista, pero yo en otra ciudad, solo y con la pataleta de esa mujer dije: “Yo le hago”. Me senté en el sofá y grité: “Pucha, Ribas”. Enseguida, me fui a la máquina de escribir. Comencé: “Corriendo por los llanos de Venezuela con la cabeza al costado…”. Acabé el primer capítulo y me acosté. Luego, me paré con el segundo. Así fui escribiendo: dormía y me levantaba con un nuevo capítulo. Al quinto día la llamé: “Venga, ya está la novela”. Esa mujer llegó feliz. Cuando la íbamos a entregar, veo que las bases dicen: “No podrán participar extranjeros que no hayan vivido cinco años en Argentina”. Yo no iba a perder el esfuerzo, entonces saqué la plica y puse el nombre de ella. Yo me quedé con una copia. Meses después peleamos y me vine para Colombia. A la semana, ella me llamó: “Te ganaste el primer premio. Yo no sé qué hacer. Me llaman los periodistas a preguntarme por la novela”. Yo le mandé la copia y le pedí que me enviara solo la mitad del dinero. Todavía estoy esperando la plata. Esa edición de La risa del cuervo la publicaron a nombre de ella. En conclusión, la novela nació como una necesidad. Veo, ahora, que existe una continuidad de lo apócrifo entre mi poesía y mi narrativa.

Por Diego Armando Peña

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